viernes, 12 de agosto de 2011

Parar la guerra o por qué estoy con Sicilia.

Acentos | Epigmenio Ibarra

No me espantan los abrazos y los besos, de hecho estoy convencido de que, en este país, hacen falta muchos abrazos y besos. También de eso se hace la paz. Tampoco me voy con la finta. Pesan más en mi ánimo, a pesar de mi oficio, las palabras que las imágenes.

Ni soy rehén de las fotografías que asaltan las primeras planas de los diarios, ni suelo conformarme con la manera en que la tv da cuenta de los hechos. Si hay un diálogo, que además es inédito y trascendental para el país, escucho lo que los protagonistas del mismo dicen y a eso me atengo.

Tampoco me espanta la idea de dialogar con adversarios políticos o, en medio de la guerra, con el enemigo. No comparto la idea, tan común en nuestro país, de que dialogar es rendirse y negociar es transar.

He visto cómo los más acérrimos enemigos, sin deponer sus principios, sin hacer concesión que los deshonre, se sientan a la mesa y en algunos casos —cuando han sido capaces de poner sobre sus intereses los de la nación— alcanzan acuerdos.

Creo, eso sí, que, como en el caso de Vietnam o El Salvador, los besos y abrazos deben darse —y es vital que así suceda— cerrado el proceso de negociación y como punto de partida, como señal inequívoca, de que el proceso de reconciliación y reconstrucción nacional ha comenzado.

Fui testigo, en la oficina del secretario general de la ONU, la medianoche del 31 de diciembre de 1991, de cómo generales del ejercito salvadoreño se abrazaban, un vez firmado el acuerdo que daba por terminada la guerra, con los comandantes del FMLN.

No había traición en esos abrazos como tampoco la hubo en la determinación de sentarse a la mesa y negociar. Militares y guerrilleros habían combatido sin cuartel casi 20 años. Combatieron incluso —ese fue el primer acuerdo: no levantarse de la guerra— mientras negociaban. Ambos se dieron cuenta de que la sangre destiñe las banderas ideológicas y ambos perdiendo algo ganaron, sin embargo, la paz.

No sucede, desgraciadamente, lo mismo en México. Sólo guiados por sus propios intereses y no por los de la nación actúan casi todos los políticos. Nada hay más importante para ellos que el 2012. Anticipadamente se reparten el botín mientras el país se desangra.

Desatada la guerra como instrumento de legitimación, los panistas pretenden ahora sacar raja electoral de la misma. Saben que la promesa, que la imagen de “firmeza” y “mano dura” es rentable en las urnas; conocen el valor del miedo, la eficacia de la arenga patriótica y los llamados a la “unidad nacional”, y están acostumbrados a politizar, sin ningún pudor, la procuración de justicia.

Otro tanto sucede con el PRI. Maestro en aquello de eludir responsabilidades, hoy se desmarca de los desatinos de un gobierno del que ha sido cómplice y se prepara para prometer, al electorado, un autoritarismo “eficiente” que traiga la paz al país.

En su caso, el bien ganado desprestigio juega a su favor; saben que muchos electores confían en que con los capos ellos sí podrán lidiar como lo hicieron por décadas. Plata y garrote contra el crimen organizado ofrecen al elector. Regreso a un pasado que hoy muchos consideran casi idílico.

La oposición de izquierda mientras tanto está demasiado ocupada desgarrándose. No hay en el discurso de los posibles aspirantes a la candidatura ni urgencia ni determinación de parar la guerra. La consideran un factor de desgaste de sus adversarios y se olvidan de que en medio de la guerra no hay democracia que valga.

Para todos el dialogo y la negociación con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad forma parte de su arsenal de maniobras electorales. Van por la foto con Javier Sicilia o, como Felipe Calderón en Chapultepec, a aprovechar la tribuna para defender, apasionada y enfáticamente, su estrategia de combate al narco.

Por eso yo, con esta clase política, estando el país como está, decido seguir los pasos de un poeta. Acompañar a un hombre cuyo hijo ha sido asesinado y que dice al poder lo que muy pocos se han atrevido a decirle cara a cara, aunque, en un gesto evangélico y para mi gusto anticipado, lo abrace.

En el 94 el EZLN y el Subcomandante Marcos con su “Ya basta” introdujeron en el sombrío panorama de la política mexicana la verdad, la poesía y el humor. Empujaron, con su lucha, la mano de los políticos que firmaron los acuerdos de Barcelona. Cambiaron el país y se quedaron, trágica paradoja, sin un lugar para ellos mismos.

Hoy Javier Sicilia trae consigo, con su “estamos hasta la madre”, el dolor y la urgencia que no siento, ni veo, ni escucho en los políticos, pero por la que México entero clama. Un dolor y una urgencia que comparto y que pese a los “desatinos programáticos”, los abrazos y los besos están presentes en cada palabra que Sicilia pronuncia.

Quiero confiar, a ello apuesto, en el poder de la palabra del hombre que tiene una deuda con su hijo asesinado. Porque esa palabra es la de centenares de miles de mexicanos que, sin más partido que la vida, sin más consigna que la paz, queremos, con una urgencia y un dolor que no claudican, detener al crimen, parar la guerra, rescatar lo poco que va quedando de nuestra democracia.

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Tomado de Milenio, jueves 12 de agosto de 2011

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